Me senté y cerré los ojos y entonces me vi... me vi a mi, llena, repleta de amor que no había dado, de amores que nunca habían sido amores, rodeada de personas que no me interesaban. Entonces paré... Y me acordé que me habían amado, que había personas que realmente se interesaban por mi.
Me acordé de cada una de las tarde donde me había dedicado a caminar en silencio por la calle, con la cabeza solamente en el canto de los pájaros, sintiendo el aroma de cada una de las flores, la manzanilla que brota en el barrio y ya lo hacía desde mi infancia.
Viajé hasta mi infancia, cuando me sentaba bajo los árboles para escribir cartas de amor que nunca iba a dar, me acordé cuando me escondía atrás de los árboles para ver ese chico que robaba todos mis sueños, mientras que soñaba, vivía una vida nueva, llena de felicidad, un sueño que no terminaba nunca.
Y fui a mi adolescencia metida atrás de libros que contaban grandes historias de amor, donde yo podía seguir imaginando mi futuro, cada tanto agarraba de nuevo mi cuaderno y escribía una poesía tonta para el amor del momento, ese amor, ese amigo que nunca se había fijado en mi.
Las tardes de mate y galletitas con Daniela hablando de chicos y las siestas en casa de Mariana después de comer la polenta que nos hacía su abuela, las escapadas a fumar con Lorena cuando ya no queríamos hacer mas gimnasia, los chicos malos del barrio con los que nos gustaba charlar, para estar al tanto de los últimos robos, como si eso nos diera seguridad, los domingos en la cancha con mi papá, y las tardes de fin de semana interminables, entre caballos y pasto mirando un cielo que algún día sería mío.
Y llegué a la casi madurez, los veranos en la costa, conquistando corazones inconquistables, con una histeria estúpida, tomando sangría o la bebida del momento, corriendo durante ratos por la playa para no perder la costumbre de correr y con los pies descalzos por la playa no olvidarme que podía caminar despacio también.
Me acuerdo que un día me desperté y dije, bueno ya soy grande y busqué un trabajo, ya no me divertía salir, ya no me divertía tomar, ya no me divertía hablar con los chicos malos del barrio, pero todavía me sentaba abajo de un árbol a escribir o leer, o de espaldas al cielo viendo como las hormigas hacen su trabajo con una rigidez casi absoluta, o miraba el cielo y seguía pensando "un día eso va a ser mío" y me iba en una nube a recorrer el mundo que habitaba en mi cabeza, las pirámides de Egipto, las playas de México, las Navidades de New York, los trenes de Tokio, la muralla china, el camino del inca, Roma, París, Madrid, Manchester que siempre fue un lugar de ensueño, cada lugar era un misterio.
Conocía personas mentalmente, imaginaba situaciones divertidas y ridículas, nunca perdí la facilidad de reirme sola y sin sentir vergüenza, sin creer que estará pensado la gente de mi sonrisa.
Cuando abrí los ojos me di cuenta que soy una nena que todavía mira el cielo sabiendo que lo puede conquistar cuando quiera, y una mujer que lucha por alcanzar todos los sueños, sabiendo que disfruto cada partícula del tiempo que le fue dado.
Me acordé de cada una de las tarde donde me había dedicado a caminar en silencio por la calle, con la cabeza solamente en el canto de los pájaros, sintiendo el aroma de cada una de las flores, la manzanilla que brota en el barrio y ya lo hacía desde mi infancia.
Viajé hasta mi infancia, cuando me sentaba bajo los árboles para escribir cartas de amor que nunca iba a dar, me acordé cuando me escondía atrás de los árboles para ver ese chico que robaba todos mis sueños, mientras que soñaba, vivía una vida nueva, llena de felicidad, un sueño que no terminaba nunca.
Y fui a mi adolescencia metida atrás de libros que contaban grandes historias de amor, donde yo podía seguir imaginando mi futuro, cada tanto agarraba de nuevo mi cuaderno y escribía una poesía tonta para el amor del momento, ese amor, ese amigo que nunca se había fijado en mi.
Las tardes de mate y galletitas con Daniela hablando de chicos y las siestas en casa de Mariana después de comer la polenta que nos hacía su abuela, las escapadas a fumar con Lorena cuando ya no queríamos hacer mas gimnasia, los chicos malos del barrio con los que nos gustaba charlar, para estar al tanto de los últimos robos, como si eso nos diera seguridad, los domingos en la cancha con mi papá, y las tardes de fin de semana interminables, entre caballos y pasto mirando un cielo que algún día sería mío.
Y llegué a la casi madurez, los veranos en la costa, conquistando corazones inconquistables, con una histeria estúpida, tomando sangría o la bebida del momento, corriendo durante ratos por la playa para no perder la costumbre de correr y con los pies descalzos por la playa no olvidarme que podía caminar despacio también.
Me acuerdo que un día me desperté y dije, bueno ya soy grande y busqué un trabajo, ya no me divertía salir, ya no me divertía tomar, ya no me divertía hablar con los chicos malos del barrio, pero todavía me sentaba abajo de un árbol a escribir o leer, o de espaldas al cielo viendo como las hormigas hacen su trabajo con una rigidez casi absoluta, o miraba el cielo y seguía pensando "un día eso va a ser mío" y me iba en una nube a recorrer el mundo que habitaba en mi cabeza, las pirámides de Egipto, las playas de México, las Navidades de New York, los trenes de Tokio, la muralla china, el camino del inca, Roma, París, Madrid, Manchester que siempre fue un lugar de ensueño, cada lugar era un misterio.
Conocía personas mentalmente, imaginaba situaciones divertidas y ridículas, nunca perdí la facilidad de reirme sola y sin sentir vergüenza, sin creer que estará pensado la gente de mi sonrisa.
Cuando abrí los ojos me di cuenta que soy una nena que todavía mira el cielo sabiendo que lo puede conquistar cuando quiera, y una mujer que lucha por alcanzar todos los sueños, sabiendo que disfruto cada partícula del tiempo que le fue dado.
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