martes, 18 de enero de 2011

EL MIEDO A HUMANIZAR AL AGRESOR



La violencia de género es un fenómeno muy presente en nuestra sociedad y al que debemos dar solución. Ante sus consecuencias, cada vez más visibles, de índole física y psicológica, el conjunto de la sociedad y sus instituciones actúan fomentando el empoderamiento de la mujer, sobre todo una vez que ésta ya ha sufrido los malos tratos. Cuando una situación de violencia de género se detecta, los servicios sociales se ponen en marcha para paliar las consecuencias de la misma facilitando recursos que permitan la salida de la víctima del entorno del maltratador, dándole asistencia médica, psicológica, jurídica, etc.

En los últimos años, además de todos los mecanismos de ayuda a la víctima, se han desarrollado diversos dispositivos de sensibilización de la sociedad. Se fomentan las charlas en los colegios, a través de las asociaciones, y sobre todo, se lanzan campañas mediáticas. Hacer partícipe a la sociedad en su conjunto de un problema como éste, es desde luego positivo, necesario. Pero, ¿a qué aspectos del problema se ha decidido dar visibilidad? Prácticamente todos los recursos se han centrado en la mujer, en la víctima.

El maltratador es una figura olvidada a la que se recurre casi exclusivamente a la hora de hablar de condenas y castigos. Tanto a causa de la necesidad de dar una solución lo más inmediata posible a la situación de peligro en la que se encuentra la víctima, como a un miedo generalizado y comprensible a humanizar y victimizar al agresor, olvidamos que también él es una persona, que ha llegado a esta situación extrema por determinados motivos.

El obviar esta figura a la hora de establecer estrategias en la lucha contra la violencia de género nos lleva a no investigar las causas de la aparición de estas conductas, y no conocer las causas de un fenómeno, desde luego dificulta el poder erradicarlo a largo plazo.

Como ocurre cuando queremos establecer el perfil de mujer maltratada, el del maltratador también se desdibuja y escapa a un modelo cerrado. Sin embargo, sí podemos afirmar, sin caer en la generalización fácil, que hay ciertos rasgos que se repiten: considerable abuso del alcohol y otras sustancias, capacidad poco desarrollada para enfrentarse a los conflictos y expresar sus sentimientos, tendencia a la legitimación de la violencia, inseguridad, dependencia emocional, poca tolerancia ante situaciones frustrantes y baja autoestima.

Como se ha dicho, si queremos erradicar –o siendo más realistas, disminuir-, los comportamientos violentos del maltratador, debemos estudiar qué factores, qué situaciones, en definitiva qué contexto previo al establecimiento de la pareja sentimental pueden llevar a un hombre a relacionarse de forma violenta una vez la pareja se ha configurado. Siendo más ambiciosos, deberíamos aspirar no sólo a erradicar estos comportamiento, sino a prevenirlos desde la infancia.

Las causas parecen ser una mezcla entre el contexto en el que se desarrolla el niño y la socialización a la que éste es sometido, entre las que destaca la confusión del hombre en la sociedad actual ante la idea de ceñirse a una identidad de género determinada. Por un lado el niño, en su desarrollo, se enfrenta a una constante socialización que le remite al ‘rol tradicional’ de hombre, definido con rasgos como el poder, la actividad frente a la pasividad (que representaría lo femenino), el control, etc. Por otro lado, como todo ser humano, tiene necesidades afectivas, y valora, en términos generales cada vez más, la vida familiar, la relación de pareja y lo que ésta puede aportarle en su desarrollo personal.

La contrapartida de estos rasgos de poder y fuerza que definirían el rol de hombre, es una falta de manejo de las propias emociones que han sido relegadas a un segundo plano durante su educación, ya que el manejo de los sentimientos se ha reservado tradicionalmente a la mujer.

La búsqueda del rol masculino, junto con la percepción de ciertas necesidades emocionales, pueden llevar al hombre a un sentimiento de fracaso respecto al cumplimiento con dicha identidad. Esta frustración aplicada a la vida en pareja se traduce en una incapacidad para gestionar estos sentimientos contradictorios y por lo tanto en inseguridad que puede desembocar en actitudes violentas que volverían a remitir al sujeto al rol tradicional masculino, al menos a su faceta de control y poder.

A estos factores habría que sumar una normalización generalizada de la violencia en la sociedad actual que en cierto modo legitima el uso de la misma, y el contexto familiar en el que esta persona vivió su infancia y primera juventud. No sólo el haber vivido situaciones de violencia familiar en los primeros años de vida pueden llevar al sujeto a reproducir este tipo de comportamientos. Un ambiente familiar excesivamente permisivo y complaciente con el niño, en el que la madre, como primera y primordial referencia femenina, se repliega a los deseos de éste, puede causarle al mismo un conflicto en el futuro, una confusión respecto a lo que significa ser un hombre y ser una mujer.

Si no arrojamos luz sobre estos hechos, sobre las causas que llevan a alguien a maltratar y nos centramos exclusivamente en dar recursos a la víctima para que ponga solución a su problema, indudablemente estamos estableciendo un plan de acción descompensado e incompleto.

Ahora bien, ¿qué nos ha llevado a relegar ese otro factor fundamental del maltrato y no poner en marcha acciones preventivas? Seguramente lo incómodo de su naturaleza y el conflicto interno que nos causa el mirar a nuestros hijos, nietos, etc. y pensar que ellos pueden convertirse en maltratadores algún dia.

Como a buena parte de los problemas sociales, de convivencia y tolerancia, la educación puede ser una de las soluciones, pero si el sistema educativo actual no consigue hacer frente de forma efectiva a los mismos, ¿qué alternativas nos quedan cuando es evidente que hay una parte del ser humano que debemos desarrollar, seamos hombres o mujeres, y a la qué hasta ahora no se le ha puesto demasiada atención?

La educación emocional se entiende como el trabajo, a ser posible desde los primeros años de vida, que promueve el desarrollo tanto de la inteligencia intrapersonal -comprender y gestionar los propios sentimientos- como de la interpersonal -comprender los ajenos-.

Desarrollando esta faceta menos racional del ser humano, mejora la capacidad del individuo para reconocer los sentimientos que en él aparecen, y por lo tanto de controlarlos y trabajar sobre ellos: la frustración, la falta de autoestima... que parecen ser algunos de los que a menudo llevan al hombre a agredir dentro de la pareja.

Por último, y como punto fundamental, ayuda a desarrollar la capacidad de empatía. La ausencia de capacidad empática afectiva (frente a la cognitiva) en una persona, y concretamente en un maltratador, puede llevar a éste a seguir maltratando porque aunque entiende que la víctima sufre, no es capaz de sentir el dolor que le está infligiendo a la misma.

En resumidas cuentas, vemos que existen herramientas a nuestro alcance, como la educación emocional, que incluida en los planes educativos, podría ayudarnos a prevenir actitudes violentas que nacen de la falta de autocontrol, de conocimiento de uno mismo y del otro, necesarios para convivir y respetar, tanto dentro como fuera de la pareja. Eso sí, para ponerlas en marcha, primero debemos asumir que hemos relegado una realidad al fondo del asunto, y que para solucionarla, primero debemos dejar de darle la espalda, por difícil e incómodo que ésto nos resulte

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